miércoles, 24 de septiembre de 2008

C A M I O N E R O

De tu propia patria, eterno turista;
en rugiente y pesada máquina montado,
con el bello paisaje deleitas la vista
de alba brillante y ocaso anaranjado

Hombre de dura, vivaz y atenta mirada;
tu forzado uniforme... viejo pantalón,
tu camisa... de aceite y grasa manchada,
tu posada... el alto camarote del camión

Giras y esparces tu vida y tu ciencia,
dentro de pequeño volante circular;
tu virtud ... tediosa y larga paciencia,
tu pena... infinita soledad particular

En ese transitar de huecos, piedras y barro,
transcurre el azar de tu dura jornada;
entre el metal, pernos y gomas de tu carro,
conduces tu alma a la meta de la nada

Cual cometa que vuela al ras de la tierra,
surcas las amplias planicies y delgadas veredas.
Y desde el cálido llano hasta la helada sierra,
dejas atrás amores fugaces, sueños y polvaredas

Más allá de tu estela, postrero siempre queda,
el calor de hogar que eternamente añoras;
al final trazado debe llegar tu carga que rueda,
sin importar las semanas, los días ni las horas

Con el bajo sonido de bramante bocina,
anuncias tu presencia rauda y mágica;
pues, en cada curva y en cada esquina,
espera el peligro de fatalidad trágica

¡Prudencia...! Puede que un día o una noche,
en esos raros avatares que guarda el destino,
el poder de los faroles de tu titánico coche,
no iluminen más la oscuridad del camino

“Nox atra cava circunvolat umbra”

CAPÍTULO I

- MI AMIGO RAÚL -

El crepuscular rojo-naranja del atardecer, tras el horizonte de la nívea cresta montañosa, emergía imponente, cubriendo con su manto tenue de luz ámbar, la aridez de la planicie. La población que allí se hallaba enclavada se preparaba para apagar la jornada diurna y encender las precarias luces de la noche.

La bujías de los faroles de mi máquina de carga, destellaban en paralelos haces, iluminando el sendero estrecho del lomo sierpe del camino. Era hora de hacer un alto, renovar fuerzas con algún alimento que preparaban los lugareños en las ófricas cocinas de sus hogares. Casi diez horas continuas estuve conduciendo y sentía ya los efectos del cansancio en los músculos y la necesidad del sueño en los párpados.

Detuve el andar pesado del camión sobre el trillado aparcadero que, polvoriento, alojaba a varios otros transportes. Los conductores que tenían como destino Chile, aprovechaban lo que restaba de luz para revisar sus vehículos, reparar fallas, parchar llantas y asegurar la carga que debería ser entregada en el puerto de Arica, 24 horas más tarde, una vez transpuesto el control fronterizo a 100 o 120 kilómetros distante de la zona.

La labor del chofer es un mundo solitario en el que la máquina es la familia, la soledad el amigo, el camino el vecindario y el camarote de la cabina el hogar. Y es en estas largas jornadas, de eterno transitar por las altas mesetas, que observé un mundo diferente… un mundo de melancolía imperecedera.

Si hay alguien que ha recorrido la inhóspita aridez de los asentamientos alejados y solitarios del altiplano boliviano como lo he recorrido yo, podrá haber percibido la hosquedad del indio.

Nada puede arrancar siquiera la más leve mueca de sonrisa en la granítica faz del campesino… El indio no ríe; pues tiene tallado el rostro con el cincel romo del viento frígido de la puna. Las facciones encallecidas y la torva vista, dejan traslucir la perennidad de su aislamiento infinito.

El cultivo agrícola del indio rompe toda lógica; es la maravilla de lo imposible; pues, sus parcelas en sesgo sobre los cerros, tienen una fina capa de material cultivable que ellos llaman tierra. Los surcos de los sembradíos, al igual que las tumbas de los cementerios, están tallados en la roca viva, donde tanto semilla como difuntos gozan de la protección del gélido y pétreo seno.

El espíritu del indio es el espíritu de la pesadumbre. Las fiestas de las serranías no alegra de modo alguno sus corazones; mas por el contrario, son recordatorios bulliciosos de su tristeza. La bebida espirituosa que corre a mares en sus festividades, es el alcohol potable en latas; que lejos de regocijarlos, les enardece el resentido espíritu, endurece la mirada y fomenta su carácter agresivo ¡El indio no ríe! ¿De qué tendría que sentirse alegre? ¿Es que habrá algo que entusiasme sus almas?

Y es allí que resalta la menuda figura de la mujer campesina; ataviada con la gruesa y áspera ropa confeccionada con el vellón de los auquénidos que ellas mismas pastan y cubriéndose con medias de lana de oveja las piernas de bronce, hasta más allá de las rodillas.

Se las ve algunas veces durante el día con los pies hundidos en los arroyuelos escarchados de hielo, donde el jaboncillo no es más que una porosa roca volcánica que esmerila la mugre asentada por meses en la descuidada piel.

El maquillaje de la india se lo brinda, de manera natural, la polvorienta ventisca de la pampa y, por encima de su ya oscura epidermis, el inclemente pincel del Astro Rey, deja entre grietas de absurdo bruñido, el característico tono bronce morado.

Perdido entre la paja brava y la yareta, los cactus y pajonales, los cerros áridos y montañas con corona de nieve eterna, la monotonía de la planicie y el silencio tétrico del paisaje, perdura con los siglos, la alegría de vivir del indio…

Y allí estaba yo, como decenas de veces lo había estado.

Descendí de la atemperada cabina y afuera me golpeó, súbitamente, la brisa gélida que bajaba sibilante desde las alturas de los picos albinos que protegían, como titánicos cancerberos, el pequeño poblado.

Revisé, bordeando el diámetro total del camión, llantas, muelles, carrocería y todo aquello que, más que por norma, se lo realiza como costumbre. Todo estaba en orden… Gracias a Dios, al menos esta noche, me evitaría la fatiga de solucionar algún problema mecánico y tendría la posibilidad de una descansada merienda y la satisfacción de beber algo caliente.

Dentro de la pensión, rudos y fieros colegas bastante manchados con la grasa y aceite de sus vehículos, disfrutaban de la cena entre carcajadas, bullicio y distensión. En el fondo del comedor, iluminado apenas por la camisa de una titilante lámpara de gas, reconocí la inconfundible figura de un amigo. Estaba solo y abstraído por los problemas que, una de las piezas de la suspensión de su camión, lo habían detenido allí por más de un día completo.

-Hola Raúl –le dije con tono amigable–, me enteré por los comentarios que tuviste un grave problema mecánico.

Sin contestar mi saludo, con una mueca de falsa sonrisa, pronunció su desgracia como si se tratara de la queja de un condenado.

-Rompí la hoja maestra; pero no hace mucho acabé de ensamblarla en el muelle. ¿Y tú, vas a Chile o estás regresando?

-Vengo de regreso de Arica con casi 30 toneladas de polietileno –contesté sin quitarle la mirada de los ojos cansados. Sus pupilas reflejaban que este trabajo de transportista, le agradaba menos de lo que me imaginaba.

Simplemente por alargar la charla, viendo que él no tenía deseos de hablar, le consulté:

-¿Cómo sucedió?, me refiero a la fractura de la hoja maestra por supuesto.

-Como sucede siempre, algo de apuro, algo de distracción, se atraviesa un hueco a nuestro paso y he aquí que me tienes varado en este estúpido lugar. –Y continuó– ¿Sabes?, este nuestro trabajo es una maldición, nuestro país es una maldición; pues en centenas de kilómetros a la redonda no se encuentra un taller de soldadura. Tuve que pedir ayuda a un colega nuestro para que me lleve a Patacamaya, donde hice soldar la hoja del muelle. En este trajín perdí muchísimas horas, incluido el armado que minutos atrás recién terminé. Lo peor de todo es que mi jefe me manda con el dinero contado. Pobre “cojudo”, en su vida ha manejado un camión. ¿Qué sabe de lo que nos sucede a nosotros en el camino? Lo único que le interesa es que el camión viaje y viaje. El cree que porque está hecho de fierro, va a aguantar no más.

Escuché en el respeto más absoluto que descargara su impotencia. Raúl era un hombre ya entrado en años, talvez se estaba haciendo demasiado viejo, lo noté cansado, con el hastío infinito que produce el hacer lo mismo, una y otra vez, jornada tras jornada, mes a mes, año tras año. La cadena insufrible del tiempo que nos engrilla al trabajo ingrato de la conducción de transporte de carga de larga distancia. Pero la vida es eso, el especializarse en algo y repetirlo hasta el cansancio, con la perfección que ofrece la experiencia y concluye el día en que nuestros cuerpos piden la jubilación.

-¿Te enteraste que Saúl, el que conduce el Mercedes Benz de color azul, tuvo un accidente? –me consultó de pronto, cambiando de rumbo la conversación de sus laminadas desventuras de muelles rotos.

¿Cómo podría olvidarme de Saúl? Un joven… casi un muchacho. Jovial, sereno y lleno de alegría. Se había hecho cargo del camión de su padre con la satisfacción de un niño, cuando recibe como regalo de cumpleaños un preciado juguete.

-No, no lo supe ¿Qué sucedió?

-Hizo añicos el tracto camión. Parece que se durmió y se salió del camino.

-¿Qué le pasó a él? –interrogué con algo de aprensión.

-Nada… Ese es como la hierba mala. No, no le pasó nada. Lo triste es que el camión no tiene arreglo. Lo gracioso del caso es que le echa la culpa a los frenos; dice que no le respondieron. Sin embargo, luego de rescatar lo que quedó de esa chatarra con motor, comprobaron los frenos y están en perfectas condiciones.

-Pobre de su padre… ¿Qué hará ahora? –más que preguntar a mi acompañante de mesa, lo dije para mi mismo–, era el único medio de ingresos económicos para su familia.

-No sé qué es peor –sentenció con impersonal acento–, si ser propietario de un camión y tener que confiarlo a un desgraciado chofer como nosotros, o ser simplemente un desgraciado chofer asalariado como los que estamos aquí reunidos. De todas maneras, llegado el momento, todos sufrimos los avatares del juego de la vida al que ya estoy acostumbrado y, del cual, hasta hoy escapé ileso. Más ya llegará la hora en que la brisa del destino, gire su veleta apuntándola en contra mía.

Guardé silencio para asimilar sus palabras. El hombre era un filósofo, además poeta. Un diamante en bruto; pero con la experiencia de una sabio que sólo la vejez puede hurtarle al demonio.

Raúl era ese tipo de personas muy difíciles de hallar en el trajinar de la existencia. Su faz cobriza jamás cambiaba de aspecto. Era la misma cara que tantos años atrás conocí. Nunca observé en ella, algún gesto particular que delatara de alguna manera sus verdaderos sentimientos. Él no tenía rostro; lo que llevaba era una careta tallada en el acero crudo, frío y excepcional de su difunta sensibilidad que, el agobiante transcurrir por este mundo, introdujo en los sepulcros de la más grande indiferencia. ¡Sí, el hombre había vivido demasiado!

-Hasta la vista y que Dios te acompañe. Voy a descansar temprano; porque mañana pienso continuar mi viaje a Cochabamba de madrugada. Estoy preocupado, la carga que llevo, ya tiene mucho retraso. Cuídate… –se despidió gentilmente de mí, abandonando el lugar a paso cansino.

-Ve y descansa; mañana será otro día y, por favor, ten paciencia –le aconsejé sinceramente–. Piensa que la desesperación no ahorrará el tiempo que necesita cada cosa.

CAPÍTULO II

- MINTIENDO EN LA NOCHE FRÍA–

-Hola churco… ¿Te enteraste que en el río, a la salida del pueblo, hay un camión plantado? Parece que no hay paso.

La que había hablado así era doña Primitiva, la dueña de la pensión. Una mujer de pollera de edad indefinida. Podía ser demasiado vieja o relativamente joven. La edad de doña Primitiva era un misterio para mí.

-¡Buenas noches doña Primitiva! –la saludé con respeto–. No, no me enteré. Acabo de llegar del lado contrario. Espero que logren sacarlo esta noche para que no nos perjudique a los que transitaremos mañana muy temprano. ¿Sabe usted de quién se trata?

-Dicen que es un jovenzuelo, parece que es camba. Debe ser algo chambón y no debe conocer las traicioneras aguas del río.

Playa Ancha, como la denominaban los lugareños y transportistas, en verdad era traicionera. Su lecho de arena movediza ya había engullido varios camiones. Cada vez que había que cruzarlo, en el espíritu se arremolinaba el temor. La experiencia, poco o nada podía hacer para menguar este sentimiento que constreñía el corazón, hasta del más pintado profesional del volante. Playa Ancha era la frontera natural de agua, donde sólo los valientes se atrevían, los osados atravesaban, los neófitos sucumbían y los cobardes reculaban.

-¿Te traigo un asadito? –consultó dona Primitiva.

-Si, tengo bastante apetito –respondí con poco entusiasmo, pensando en el alimento ofrecido.

El plato de asado consistía en arroz, retostado sin aceite en esos hornitos rústicos de leña, papa blanca, muy rara vez chuño y, la presa de carne, un trozo suculento de llama.

Mientras hacía tiempo para que me sirviera la cena, aproveché de salir al exterior en busca de una chamarra que amortigüe el embate del clima; pues la temperatura ambiental descendió algunos grados más y todo auguraba que alcanzaríamos esta noche, algunas líneas debajo del cero en la escala del termómetro.

Cuando me aprestaba a abrir la puerta de la cabina del camión, escuché el ronroneo característico de un pesado vehículo que se acercaba veloz, cual cometa que vuela al ras del piso. Cruzó la saeta de gran tonelaje envuelto en la polvareda del mimetismo, para perderse muy luego, en el túnel de las penumbras que se abría en la imponencia infinita de la distancia. Si alguien me hubiera preguntado en ese momento de qué color era el camión que pasó ante mis ojos, tendría que decir simplemente que era de color pardo, como los gatos que se mueven felinos en los tejados de la noche.

Al lado mío había un niño de vivaz mirada, de cara sucia, calzado con abarcas negras que las fabrican con desechados neumáticos. Traía un “ch’ulo” de lana multicolor cubriendo su cabeza y un poncho de alpaca lo protegía de la frigidez de la puna.

-¡Ése es un contrabandista! Debe de estar llevando televisores… Los aduaneros aparecerán en cualquier momento –predijo el mozalbete.

-¿Cómo hizo para cruzar el río si allí hay un camión plantado? –consulté al niño lugareño.

-Es que ese que ha pasado no viene del paso del río que conocemos. Ese es un “pampa k’uru”. Ellos saben por donde ir; por eso es que los aduaneros no pueden alcanzarlos.

“Pampa k’uru”. Cuántas veces habré oído el calificativo. Pues los contrabandistas en realidad parecían ser “gusanos de la pampa”. Tanta era su pericia, que hacían desaparecer en la planicie altiplánica, junto con ellos mismos, como si la tierra se los tragara, camiones íntegros y toda la carga ilegal de contrabando que acostumbran transportar asiduamente. Pues la intrincada y enredada madeja de caminos y senderos con que se halla repujado el suelo de la altipampa, es un manojo entrelazado de hebras viales que sólo ellos lo pueden desenredar.

Dicho y hecho, tal cual lo anunció el muchacho, 5 minutos más tarde, un vehículo de lujo se detuvo junto a nosotros. Eran aduaneros que perseguían el camión que cruzó momentos antes.

-¡Oye!... ¿Viste pasar un camión rojo por aquí? –lanzó la pregunta sin el más mínimo sentido de cortesía, propia de un uniformado de su calaña.

-Buenas noches –contesté con seriedad–, generalmente la gente decente saluda oficial. Y no… no observé camión alguno que haya circulado recientemente por aquí.

-¿Y tú muchacho, acaso has visto alguno? –se dirigió a mi buen compañerito que conocí recientemente, importándole un bledo mi cursillo improvisado de buenos modales

-No señor. Estoy seguro que nada cruzó por aquí.

El uniformado cerró la ventanilla de su Jeep sin siquiera dar las gracias y, el conductor, continuó su camino incrustando raudo su automóvil, en el lienzo sombrío en que se dibujaban las siluetas del paisaje negro de la noche. Claro que ellos saben que todos mienten. Será tal vez, debido a esto, que sus espíritus de buitre no los motiva a sentir ni el más mínimo deseo de agradecimiento por nadie.

Luego que el niño y yo nos miramos con una sonrisa de vivaracha complicidad, conseguí un mejor abrigo e invité al pequeño a compartir, conmigo, la cena que doña Primitiva nos había preparado; mientras afuera, el sudario oscuro de la bóveda del cielo, empezaba a tachonarse de diademas de argento brillo en toda su extensión; en donde un trozo de la luna, salía a observar el espectáculo nocturno de sublime magia e inconmensurable grandeza, que se presentaba en el escenario del infinito universo.

CAPÍTULO III

- EL INFORTUNIO DEL “JOSICHO” -

En la comodidad de mi camarote disfrutaba de un plácido descanso cuando, de pronto, escuché el sonido de un motor que calentaba sus entrañas mecánicas de émbolos, válvulas y aceite.

Consulté mi reloj de pulsera; eran aproximadamente las 03:00 de la mañana. Algún chofer con insomnio se preparaba para partir de viaje. Escuché la voz inconfundible de mi amigo Raúl.

Parece que el hombre, realmente quería recuperar el tiempo perdido; durmió muy poco… demasiado poco diría yo… Minutos después, el silencio lo envolvió todo y caí nuevamente dormido.

Al amanecer del nuevo día, una lluvia dorada de rayos que se colaban a través del parabrisas, golpearon mis párpados hiriendo la sensibilidad de mis ojos. Era hora de levantarse, servirse un desayuno –marraqueta, café, más nada… ¡Qué tontería de merienda!– y proseguir el viaje a través del altiplano orureño para concluirlo, como meta final, en el valle cochabambino.

Ya despabilado y fuera de la cabina, me desperecé con la flojera de un león. La brillantez matutina se reflejaba radiosa en las alturas sobre los espejos de nieve piramidal de las montañas. Hombre, llama y lagarto calentaban sus frías espaldas ante la circunferencia áurica del astro Rey.

Los cactus cercanos de abrigos verdes y amenazantes púas que se erguían en las faldas de los cerros, en oblicuas líneas, desenrollaban sus sombras finas y longitudinales encima el huerto de pajonales y yareta de la reseca planicie.

Dentro de la pensión, doña Primitiva, madrugadora como ella sola, tenía preparado el desayuno. Aunque había mesas desocupadas, preferí sentarme junto a un joven que, en ese momento, sorbía el café de una vieja taza.

Era un hombre de no más de 21 años. Su ropa estaba completamente llena de barro todavía húmedo y, en las zapatillas, se adivinaba que el hombre estuvo caminando en la arena.

¡Buenos días! –dije a la par, tanto al joven como a doña Primitiva que, en esos precisos instantes, me traía pan y una humeante taza de café, tan ralo, como las aguas de un charco.

-Buenoj díaj… ¿Usted conduce el “pachajcho” blanco con acoplado que está estacionado afuera? –consultó mi compañero de mesa con inconfundible acento oriental, en quien la fatiga era tan patente, que a leguas se notaba que no había pegado un ojo en toda la noche.

-¡Si! –contesté con algo de desconfianza–, soy el conductor del camión que mencionas.

-Tengo suerte de perro… hace trej nochej, pasando El Sillar, un hijo de su santa madre, ¡”Flotero” tenía que ser!, me cerró el paso en una curva y tuve que desviarme a la cuneta para evitar el impacto. ¿Qué cree pariente? Abollé todo el lado derecho del camión; desde la cabina hasta el trailer. Y ayer, a media tarde, enterré mi camión hasta el chasij, en ese río infernal.

En ese instante me di cuenta que se trataba del camión que la noche pasada mencionó la propietaria de la pensión. Comprendí perfectamente su ira contra el conductor del bus que lo había sacado de la vía. Cuánto sabré de los “floteros”. Esa estirpe de conductores que tiene en sus irresponsables espaldas, la vida de decenas de pasajeros; pues, ellos suponen que andan solitarios en la ruta como sus aisladas almas. ¡Claro que los conocía! En la existencia del camino me crucé con muchos malos y casi ningún bueno. El “flotero”, enemigo natural del camionero; como el “micrero” del taxista, como el perro del gato, como la suegra del yerno. “Flotero” y camionero: la definitiva antítesis; el ejemplo latente de la negación absoluta de la simbiosis humana.

-En verdad lo lamento –consolé al camba–, Playa Ancha es un río muy difícil de domar; especialmente por aquellos choferes que conocen muy poco de este camino; pero al final, ¿lograste salir del río?

-No puej pariente, allí mismingo sigue enterrao. Trabajé toda la noche y solo conseguí que se hundiera máj adentro en el agua y la arena… Sin embargo descargué, con ayuda de loj del lugar, casi el 70% de la carga y vine acá para ver quién puede arrastrar mi camión y sacarlo de allí puej. Y máj o menoj a las 03:00 de la mañana pasó un camión. No llevaba cable para que estire mi carro. No sé cómo lo hizo; pero logró pasar por un lado de mi camión. Se lo veía apurao al collinga.

El chofer que mencionaba el joven, tenía que haber sido necesariamente mi amigo Raúl.

-Entonces, seguramente, has tenido que desviarte bastante de la huella; porque de otra manera, el camión que salió esta madrugada no hubiera podido pasar.

-Pa’ su verdá que no conozco por donde se atraviesa el río –declaró abatido el camba.

-No te preocupes, terminemos nuestro desayuno y veremos si puedo prestarte alguna ayuda –tranquilicé al “acruceñado” hablante.

CAPÍTULO IV

- PLAYA ANCHA -

Allí, frente a nosotros, Playa Ancha mostraba su tajo de agua, como propiciado por la mano gigante de algún cirujano inmaterial, que hubo olvidado suturar la herida de la pampa. Al lado izquierdo de la vía de ingreso al río, en ordenado montón, descansaba impertérrita la carga que había sido bajada esa noche; mostrando toda su inanimada indolencia y apatía ante el problema en que se encontraba metido su transporte.

Haciendo un cálculo “a ojo de buen cubero”, el camión se encontraba aproximadamente a 35 metros de la orilla, en posición estrambóticamente patética, con casi treinta grados de inclinación sobre el lado del conductor. Mi colega había cometido el imperdonable error de desviarse bastante de la huella que, por debajo las corrientes aguas, se encontraba perfectamente compactada a causa del trajinar constante de los pesados vehículos.

-¿Cuánto metros mide tu cable? –pregunté al cambita.

-Con suerte mide máj o menoj doce metroj –contestó el interpelado.

-Bien, el cable con que cuento mide también aproximadamente lo mismo –dije con algo de negativismo-; no me queda otra que dar vuelta mi camión e internarme acoplado y todo al río.

Después de una serie de maniobras que duraron muchos minutos, logré dar vuelta sobre la pampa y retroceder el vehículo bajo el manto de agua, tratando siempre de evitar perder la huella y caer en la trampa mortal de las arenas.

Unimos los cables en los ganchos de ambos camiones y comenzó la tarea de estirar la enterrada máquina. Se percibía desde la cabina la tensión descomunal de los cables de acero. Aceleré casi toda la potencia del motor y, milímetro a milímetro sentí que, por detrás, me seguía el camión de mi colega arrastrando, más que girando, las llantas de los ejes traseros que se sacudían de encima la mezcla prisionera de arena, lodo y líquido elemento.

Al fin pude observar la alegría y el aflojamiento de la tirantez del sistema nervioso de mi colega camba que, toda la noche, hicieron estragos en su estado anímico. Me agradeció con la más grande sinceridad del mundo, una vez que su camión yacía en tierra firme y los cables en su lugar.

-¡Graciaj churco, no sé qué hubiera hecho sin su ayuda! Ya buscaré gente para cargar nuevamente mi camión, ¿Cuánto le debo por el favor que me hizo?

-Págame tratando de no cometer, a futuro, la misma chambonada. Así me evitarás el tener que hundir las piernas en las heladas aguas de los ríos del altiplano –contesté entre jocoso y congelado de las rodillas para abajo.

No muy convencido por la subjetiva propina que le había solicitado, escarbó dentro de las cosas de su cabina y me ofreció una botella nueva de singani elaborado en los valles de Tarija, trayéndomela hasta donde yo me hallaba, con la mayor de las gentilezas.

-Para el frío puej, pariente… Al menoj acepte este obsequio con todo mi agradecimiento.

Alargó la mano y allí nos despedimos en un apretón de manos.

-Que te vaya bien cambita ¿Cuál es tu nombre? –consulté

-Me llamo José; pero los amigos me dicen “Josicho”

-Prefiero llamarte “Jodicho” –le dije en tono irónico–, para no olvidar las circunstancias en que te hube conocido… Buena suerte José y saluda de mi parte a las ariqueñas.

Giré nuevamente camión y acoplado internándome al río para atravesarlo de lado a lado, con cuidado de no perder la concentración ni el sostén de la buena huella; mientras el agua se abría presurosa a los lados, huyendo (con tan gerundio castellano) lejos del veintenar de llantas de la enorme máquina, entre salpicaduras y grandes ondas turbias. El sol se había levantado considerablemente por encima los picos de los colosos de roca y granito, con su homenaje de luz en el celeste cielo y su rocío de calor, sobre la esterilidad frígida del paisaje. En tanto devanaba mis sesos tratando de explicarme el porqué, la gente, siempre paga mi esfuerzo con trago.

CAPÍTULO V

- DE LA TIERRA AL ASFALTO -

Siendo casi las dos y media de la tarde llegué a Patacamaya. La vía principal que atravesaba la población y por la cual debía proseguir, se encontraba repleta de gente. Al parecer todos los habitantes del pueblo y de las comunidades vecinas se hallaban allí reunidos. Debía tratarse de alguna fiesta bastante importante. Danzarines, espectadores y ebrios desubicados, impedían el paso. Entre bullicio de carcajadas, los acordes de las metálicas bandas, gritos y alguna pelea aislada de los más agresivos, se notaba que los vahos del alcohol ya habían entonado varias cabezas. En una que otra esquina, creyendo estar camuflados, las cisternas de vejigas dilatas y estómagos repletos, descargaban sus contenidos en las aceras, en un espectáculo patético de charcos malolientes, jugos gástricos y evacuaciones de pálido alimento mal digerido.

Tuve que girar hacia el sur, internándome en una callejuela inverosímilmente angosta, donde las casitas que delimitaban la calle, daban la impresión de haberse encogido temerosas ante la enorme presencia del camión que conducía; percutiendo en ellas el ruido del motor en un cántico sacro, cual el eco de un coro que desgranara sus sordas y profundas voces en alguna lúgubre iglesia medieval.

Continué derecho hasta el final de la vía que desembocaba, abruptamente, en el cause seco de un río. Me introduje en el mismo, con la parsimonia delicada de un felino que va en pos de su presa. Seguí las huellas que los volqueteros y comerciantes de arena y piedra manzano, habían dibujado sobre el pedregoso lecho. Finalmente, en lento bamboleo, algo de traqueteo y la angustiante amortiguación que propiciaba la irregularidad del terreno sobre la valentía de los muelles, que no deseaban ser vencidos, pude hacerme de la troncal que une las ciudades de Oruro con La Paz.

En los muchos años que llevo en esta profesión, nunca me había detenido a servirme alimento alguno en esta población y hoy, menos que nunca, iba a cambiar mis hábitos. Sencillamente decidí continuar viaje hasta la población de Caracollo, con el ímpetu de alma en fuga, que el mismísimo Satanás pretendiera secuestrar.

El viento que producía el exquisito y suave rodado sobre la pulcra mesa del asfalto, sacudía el polvo del camino que se había acumulado sobre las lonas que protegían la carga. En lejanía, la cinta que se extendía a lo largo sobre la planicie, era absorbida por los rodillos del camión, con la más absoluta laxitud y paciencia.

CAPÍTULO VI

- CENANDO TEMPRANO –

Con la venia del Divino llegué a Caracollo sin novedad alguna. Necesitaba abastecerme de combustible, pues la aguja del indicador pisaba ya la marca roja. Aparqué el camión junto a la bomba del surtidor, al tiempo que el encargado salía a brindarme atención.

-Hola Jefe –saludó con extraña jovialidad–; ¿le lleno los tanques?

-No, sólo la mitad, trescientos litros a lo sumo si me haces el favor.

El contador de la bomba giraba los números en desesperante cámara lenta. Esto iba a durar una eternidad… Para distraerme observaba el raudo circular de los vehículos que, imprudentes, parecían no darse cuenta que estaban en una zona urbana.

Al final el encargado del surtidor me avisó que ya había cargado la cantidad de litros que le había solicitado. Cancelé el importe y me dirigí al estacionamiento de la pensión donde acostumbraba detenerme regularmente. Estacioné el camión con el frente mirando a la pared del restaurante; mientras a la par, un autobús lujoso lo hacía al lado mío. Apagué el vehículo y eché una ojeada al conductor del bus quien, también, me miraba con el desprecio con que se mira lo indeseable. En estas pensiones generalmente la comida es entre pésima y peor; los comensales que allí frecuentan, no son muy agradables que digamos; los cubiertos siempre tienen rastros de comida que dejó algún cliente anterior; los mozos son tan sucios como cargadores y si hay alguna mesera, generalmente es más fea que domingo sin plata. Pero no todo tiene que ser necesariamente malo; gracias a la divina providencia, lo positivo es que los “floteros” tienen sus propios ambientes donde se jactan, vanidosos, sobre lo excelentes conductores que son. Tienen sus reservados donde comen, beben y se emborrachan gratis; porque el “flotero”, a cambio de detenerse allí, no paga un centavo por lo que consume… ¡Sí!, no todo es negativo en este mundo.

Sentado en una destartalada silla, tan ordinaria como herramienta china, esperé pacientemente que me trajeran la sopa con algún dígito pulgar negro de mugre incluido. El caldo, más que caldo, era agua amarillenta con algunos ojos de aceite y una hierba extraña flotando en su superficie. El segundo no era mejor: guiso de carne dura como suela que dejaría sin filo el cuchillo y romos los dientes, acompañado con arroz tipo masa, cuyo aroma con gusto a humo, hablaba del olvido de la cocinera. Como esta genial gastronomía no incluía postre, compré unas galletas y una botella de gaseosa para distraer el hambre con que me dejó la cena.

Mientras intentaba romper el envoltorio de las galletas con mis llaves, puesto que el cuchillo ya no servía, alguien tocó mi espalda.

-Hola Choquito, ¿ya supiste? –el saludo y el inmediato cuestionamiento lo lanzó un colega, cuyo nombre, jamás tenía yo la capacidad de retener en la memoria.

-¡Hooola! –Prolongué la primera vocal, en el intento de evitar el tener que pronunciar el nombre que, mi cerebro, se negaba recordar–. ¿Qué es lo que sucedió?

-Pasando Lequepalca, un camión se accidentó estrellándose contra la peña. Dicen que sucedió alrededor del medio día de hoy y que el chofer falleció.


-Qué lástima… ¿Sabes quién es el que conducía el camión? –pregunté con infinita pena.

-No, no pude reconocer el vehículo, se halla totalmente destrozado. Con decirte que hay tal revoltijo de hierros, que ni siquiera se distingue el color de la cabina; pero es un trailer con placa de Cochabamba. Dicen que el chofer se durmió.

-El apuro es mal consejero –sentencié–, es preferible perder algo de tiempo y descansar; porque ninguna urgencia puede valer tanto como para sacrificar máquina, espíritu y vida.

CAPÍTULO VII

- EL LUGAR DEL ACCIDENTE –

Continué mi viaje para llegar al retén policial de Kaywasi. Ni bien detuve el camión delante la tranca, una nube zumbadora de aduaneros rodeó la cabina.

-¿Qué está llevando? –preguntó ansioso uno de los buitres.

-Polietileno –respondí con desgana–; si me deja bajar, le mostraré los papeles.

Descendí de la cabina y alcancé a uno de ellos la documentación de la carga y me dirigí ante la ventanilla de tránsito.

-Buenas tardes conductor –saludó el uniformado con mucha cortesía.

-Buenas tardes oficial.

-Ruego a usted tener mucha prudencia, por que pasando la población de Lequepalca, aproximadamente a dos kilómetros, encontrará usted sobre la carretera un camión accidentado.

-Gracias oficial; ya me enteré del hecho a través de un colega.

El policía selló los tickets de los peajes y me deseó mucha suerte. Mientras al lado, en la oficina de la aduana, los funcionarios olfateaban los papeles, cual lo hicieran desesperadas las aves de rapiña, metiéndose en las narices el aroma olisqueado de algún cadáver animal que se encontraron en la pampa.

-Todo en orden, puede usted continuar –autorizó uno de los funcionarios con la paradita pedante y vanidosa de un gato siamés en casa de familia rica.

Crucé la tranca del retén y continué viaje. Algunos kilómetros después llegué a la población de Lequepalca, donde se alza la blanca silueta de una antigua iglesia; metros más allá, a los lados de la vía, varios camiones estacionados hacían un alto para ser revisados por sus conductores. Quise imitarlos, más preferí continuar mi viaje por la carretera que, a partir de allí, se hacía cada vez más serpenteante, con la temeridad que pusieron los ingenieros en el diseño de curvas y contra curvas tan cerradas, como si lo hubieran trazado en los planos, con la única ayuda de un compás o una regla circular.

Dos kilómetros más adelante pude ver el camión siniestrado. En el cañadón, rodeado del silencio de montañas, yacía tétrico y en espeluznante estado, el amasijo de restos póstumos del vehículo que ocupaba una buena parte del carril que se encontraba a mi izquierda. Más de pronto se me congeló la sangre en las venas; en la compuerta trasera del trailer, reconocí la estampada figura de un halcón tan conocido por mí… era el camión de mi apurado amigo Raúl.

Tuvo que haberse quedado dormido. Pues, en lugar de virar la curva a la derecha como delineaba la franja asfáltica de la vía, prosiguió derecho, estrellándose contra la peña. La cabina se hallaba completamente aplastada bajo el enorme tonelaje de la carga. Raúl debió de fallecer instantáneamente.

En tanto que observaba perplejo los arrinconados y retorcidos despojos comprendí, negándome a creerlo, que Raúl había logrado el cometido de adelantarse a todos sus colegas, en el último y definitivo viaje a los divinos confines de las sombras.

Retumbó en mi cabeza, como eco lejano de plañidera campana, las palabras pronunciadas noche antes por Raúl en la pensión de doña Primitiva.

-¡Sí, amigo Raúl…! La brisa del destino giró su veleta, apuntándola esta vez, en contra tuya…

En lo alto del infinito cielo, por encima mi cabeza, la esfera del satélite lunar arrastraba consigo, la negra y acostumbrada mortaja de la noche; iluminando con sus rayos de plata, en respetuosa y postrer ofrenda, el irregular tablado del sombrío páramo. No pasaría mucho tiempo para ser sembrada una recordatoria cruz en la vera del impávido pavimento.

Las luces del titánico trailer de Raúl, ya no iluminarían más la oscuridad del camino…


FIN