miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO V

- DE LA TIERRA AL ASFALTO -

Siendo casi las dos y media de la tarde llegué a Patacamaya. La vía principal que atravesaba la población y por la cual debía proseguir, se encontraba repleta de gente. Al parecer todos los habitantes del pueblo y de las comunidades vecinas se hallaban allí reunidos. Debía tratarse de alguna fiesta bastante importante. Danzarines, espectadores y ebrios desubicados, impedían el paso. Entre bullicio de carcajadas, los acordes de las metálicas bandas, gritos y alguna pelea aislada de los más agresivos, se notaba que los vahos del alcohol ya habían entonado varias cabezas. En una que otra esquina, creyendo estar camuflados, las cisternas de vejigas dilatas y estómagos repletos, descargaban sus contenidos en las aceras, en un espectáculo patético de charcos malolientes, jugos gástricos y evacuaciones de pálido alimento mal digerido.

Tuve que girar hacia el sur, internándome en una callejuela inverosímilmente angosta, donde las casitas que delimitaban la calle, daban la impresión de haberse encogido temerosas ante la enorme presencia del camión que conducía; percutiendo en ellas el ruido del motor en un cántico sacro, cual el eco de un coro que desgranara sus sordas y profundas voces en alguna lúgubre iglesia medieval.

Continué derecho hasta el final de la vía que desembocaba, abruptamente, en el cause seco de un río. Me introduje en el mismo, con la parsimonia delicada de un felino que va en pos de su presa. Seguí las huellas que los volqueteros y comerciantes de arena y piedra manzano, habían dibujado sobre el pedregoso lecho. Finalmente, en lento bamboleo, algo de traqueteo y la angustiante amortiguación que propiciaba la irregularidad del terreno sobre la valentía de los muelles, que no deseaban ser vencidos, pude hacerme de la troncal que une las ciudades de Oruro con La Paz.

En los muchos años que llevo en esta profesión, nunca me había detenido a servirme alimento alguno en esta población y hoy, menos que nunca, iba a cambiar mis hábitos. Sencillamente decidí continuar viaje hasta la población de Caracollo, con el ímpetu de alma en fuga, que el mismísimo Satanás pretendiera secuestrar.

El viento que producía el exquisito y suave rodado sobre la pulcra mesa del asfalto, sacudía el polvo del camino que se había acumulado sobre las lonas que protegían la carga. En lejanía, la cinta que se extendía a lo largo sobre la planicie, era absorbida por los rodillos del camión, con la más absoluta laxitud y paciencia.

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