miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO IV

- PLAYA ANCHA -

Allí, frente a nosotros, Playa Ancha mostraba su tajo de agua, como propiciado por la mano gigante de algún cirujano inmaterial, que hubo olvidado suturar la herida de la pampa. Al lado izquierdo de la vía de ingreso al río, en ordenado montón, descansaba impertérrita la carga que había sido bajada esa noche; mostrando toda su inanimada indolencia y apatía ante el problema en que se encontraba metido su transporte.

Haciendo un cálculo “a ojo de buen cubero”, el camión se encontraba aproximadamente a 35 metros de la orilla, en posición estrambóticamente patética, con casi treinta grados de inclinación sobre el lado del conductor. Mi colega había cometido el imperdonable error de desviarse bastante de la huella que, por debajo las corrientes aguas, se encontraba perfectamente compactada a causa del trajinar constante de los pesados vehículos.

-¿Cuánto metros mide tu cable? –pregunté al cambita.

-Con suerte mide máj o menoj doce metroj –contestó el interpelado.

-Bien, el cable con que cuento mide también aproximadamente lo mismo –dije con algo de negativismo-; no me queda otra que dar vuelta mi camión e internarme acoplado y todo al río.

Después de una serie de maniobras que duraron muchos minutos, logré dar vuelta sobre la pampa y retroceder el vehículo bajo el manto de agua, tratando siempre de evitar perder la huella y caer en la trampa mortal de las arenas.

Unimos los cables en los ganchos de ambos camiones y comenzó la tarea de estirar la enterrada máquina. Se percibía desde la cabina la tensión descomunal de los cables de acero. Aceleré casi toda la potencia del motor y, milímetro a milímetro sentí que, por detrás, me seguía el camión de mi colega arrastrando, más que girando, las llantas de los ejes traseros que se sacudían de encima la mezcla prisionera de arena, lodo y líquido elemento.

Al fin pude observar la alegría y el aflojamiento de la tirantez del sistema nervioso de mi colega camba que, toda la noche, hicieron estragos en su estado anímico. Me agradeció con la más grande sinceridad del mundo, una vez que su camión yacía en tierra firme y los cables en su lugar.

-¡Graciaj churco, no sé qué hubiera hecho sin su ayuda! Ya buscaré gente para cargar nuevamente mi camión, ¿Cuánto le debo por el favor que me hizo?

-Págame tratando de no cometer, a futuro, la misma chambonada. Así me evitarás el tener que hundir las piernas en las heladas aguas de los ríos del altiplano –contesté entre jocoso y congelado de las rodillas para abajo.

No muy convencido por la subjetiva propina que le había solicitado, escarbó dentro de las cosas de su cabina y me ofreció una botella nueva de singani elaborado en los valles de Tarija, trayéndomela hasta donde yo me hallaba, con la mayor de las gentilezas.

-Para el frío puej, pariente… Al menoj acepte este obsequio con todo mi agradecimiento.

Alargó la mano y allí nos despedimos en un apretón de manos.

-Que te vaya bien cambita ¿Cuál es tu nombre? –consulté

-Me llamo José; pero los amigos me dicen “Josicho”

-Prefiero llamarte “Jodicho” –le dije en tono irónico–, para no olvidar las circunstancias en que te hube conocido… Buena suerte José y saluda de mi parte a las ariqueñas.

Giré nuevamente camión y acoplado internándome al río para atravesarlo de lado a lado, con cuidado de no perder la concentración ni el sostén de la buena huella; mientras el agua se abría presurosa a los lados, huyendo (con tan gerundio castellano) lejos del veintenar de llantas de la enorme máquina, entre salpicaduras y grandes ondas turbias. El sol se había levantado considerablemente por encima los picos de los colosos de roca y granito, con su homenaje de luz en el celeste cielo y su rocío de calor, sobre la esterilidad frígida del paisaje. En tanto devanaba mis sesos tratando de explicarme el porqué, la gente, siempre paga mi esfuerzo con trago.

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