miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO II

- MINTIENDO EN LA NOCHE FRÍA–

-Hola churco… ¿Te enteraste que en el río, a la salida del pueblo, hay un camión plantado? Parece que no hay paso.

La que había hablado así era doña Primitiva, la dueña de la pensión. Una mujer de pollera de edad indefinida. Podía ser demasiado vieja o relativamente joven. La edad de doña Primitiva era un misterio para mí.

-¡Buenas noches doña Primitiva! –la saludé con respeto–. No, no me enteré. Acabo de llegar del lado contrario. Espero que logren sacarlo esta noche para que no nos perjudique a los que transitaremos mañana muy temprano. ¿Sabe usted de quién se trata?

-Dicen que es un jovenzuelo, parece que es camba. Debe ser algo chambón y no debe conocer las traicioneras aguas del río.

Playa Ancha, como la denominaban los lugareños y transportistas, en verdad era traicionera. Su lecho de arena movediza ya había engullido varios camiones. Cada vez que había que cruzarlo, en el espíritu se arremolinaba el temor. La experiencia, poco o nada podía hacer para menguar este sentimiento que constreñía el corazón, hasta del más pintado profesional del volante. Playa Ancha era la frontera natural de agua, donde sólo los valientes se atrevían, los osados atravesaban, los neófitos sucumbían y los cobardes reculaban.

-¿Te traigo un asadito? –consultó dona Primitiva.

-Si, tengo bastante apetito –respondí con poco entusiasmo, pensando en el alimento ofrecido.

El plato de asado consistía en arroz, retostado sin aceite en esos hornitos rústicos de leña, papa blanca, muy rara vez chuño y, la presa de carne, un trozo suculento de llama.

Mientras hacía tiempo para que me sirviera la cena, aproveché de salir al exterior en busca de una chamarra que amortigüe el embate del clima; pues la temperatura ambiental descendió algunos grados más y todo auguraba que alcanzaríamos esta noche, algunas líneas debajo del cero en la escala del termómetro.

Cuando me aprestaba a abrir la puerta de la cabina del camión, escuché el ronroneo característico de un pesado vehículo que se acercaba veloz, cual cometa que vuela al ras del piso. Cruzó la saeta de gran tonelaje envuelto en la polvareda del mimetismo, para perderse muy luego, en el túnel de las penumbras que se abría en la imponencia infinita de la distancia. Si alguien me hubiera preguntado en ese momento de qué color era el camión que pasó ante mis ojos, tendría que decir simplemente que era de color pardo, como los gatos que se mueven felinos en los tejados de la noche.

Al lado mío había un niño de vivaz mirada, de cara sucia, calzado con abarcas negras que las fabrican con desechados neumáticos. Traía un “ch’ulo” de lana multicolor cubriendo su cabeza y un poncho de alpaca lo protegía de la frigidez de la puna.

-¡Ése es un contrabandista! Debe de estar llevando televisores… Los aduaneros aparecerán en cualquier momento –predijo el mozalbete.

-¿Cómo hizo para cruzar el río si allí hay un camión plantado? –consulté al niño lugareño.

-Es que ese que ha pasado no viene del paso del río que conocemos. Ese es un “pampa k’uru”. Ellos saben por donde ir; por eso es que los aduaneros no pueden alcanzarlos.

“Pampa k’uru”. Cuántas veces habré oído el calificativo. Pues los contrabandistas en realidad parecían ser “gusanos de la pampa”. Tanta era su pericia, que hacían desaparecer en la planicie altiplánica, junto con ellos mismos, como si la tierra se los tragara, camiones íntegros y toda la carga ilegal de contrabando que acostumbran transportar asiduamente. Pues la intrincada y enredada madeja de caminos y senderos con que se halla repujado el suelo de la altipampa, es un manojo entrelazado de hebras viales que sólo ellos lo pueden desenredar.

Dicho y hecho, tal cual lo anunció el muchacho, 5 minutos más tarde, un vehículo de lujo se detuvo junto a nosotros. Eran aduaneros que perseguían el camión que cruzó momentos antes.

-¡Oye!... ¿Viste pasar un camión rojo por aquí? –lanzó la pregunta sin el más mínimo sentido de cortesía, propia de un uniformado de su calaña.

-Buenas noches –contesté con seriedad–, generalmente la gente decente saluda oficial. Y no… no observé camión alguno que haya circulado recientemente por aquí.

-¿Y tú muchacho, acaso has visto alguno? –se dirigió a mi buen compañerito que conocí recientemente, importándole un bledo mi cursillo improvisado de buenos modales

-No señor. Estoy seguro que nada cruzó por aquí.

El uniformado cerró la ventanilla de su Jeep sin siquiera dar las gracias y, el conductor, continuó su camino incrustando raudo su automóvil, en el lienzo sombrío en que se dibujaban las siluetas del paisaje negro de la noche. Claro que ellos saben que todos mienten. Será tal vez, debido a esto, que sus espíritus de buitre no los motiva a sentir ni el más mínimo deseo de agradecimiento por nadie.

Luego que el niño y yo nos miramos con una sonrisa de vivaracha complicidad, conseguí un mejor abrigo e invité al pequeño a compartir, conmigo, la cena que doña Primitiva nos había preparado; mientras afuera, el sudario oscuro de la bóveda del cielo, empezaba a tachonarse de diademas de argento brillo en toda su extensión; en donde un trozo de la luna, salía a observar el espectáculo nocturno de sublime magia e inconmensurable grandeza, que se presentaba en el escenario del infinito universo.

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