miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO I

- MI AMIGO RAÚL -

El crepuscular rojo-naranja del atardecer, tras el horizonte de la nívea cresta montañosa, emergía imponente, cubriendo con su manto tenue de luz ámbar, la aridez de la planicie. La población que allí se hallaba enclavada se preparaba para apagar la jornada diurna y encender las precarias luces de la noche.

La bujías de los faroles de mi máquina de carga, destellaban en paralelos haces, iluminando el sendero estrecho del lomo sierpe del camino. Era hora de hacer un alto, renovar fuerzas con algún alimento que preparaban los lugareños en las ófricas cocinas de sus hogares. Casi diez horas continuas estuve conduciendo y sentía ya los efectos del cansancio en los músculos y la necesidad del sueño en los párpados.

Detuve el andar pesado del camión sobre el trillado aparcadero que, polvoriento, alojaba a varios otros transportes. Los conductores que tenían como destino Chile, aprovechaban lo que restaba de luz para revisar sus vehículos, reparar fallas, parchar llantas y asegurar la carga que debería ser entregada en el puerto de Arica, 24 horas más tarde, una vez transpuesto el control fronterizo a 100 o 120 kilómetros distante de la zona.

La labor del chofer es un mundo solitario en el que la máquina es la familia, la soledad el amigo, el camino el vecindario y el camarote de la cabina el hogar. Y es en estas largas jornadas, de eterno transitar por las altas mesetas, que observé un mundo diferente… un mundo de melancolía imperecedera.

Si hay alguien que ha recorrido la inhóspita aridez de los asentamientos alejados y solitarios del altiplano boliviano como lo he recorrido yo, podrá haber percibido la hosquedad del indio.

Nada puede arrancar siquiera la más leve mueca de sonrisa en la granítica faz del campesino… El indio no ríe; pues tiene tallado el rostro con el cincel romo del viento frígido de la puna. Las facciones encallecidas y la torva vista, dejan traslucir la perennidad de su aislamiento infinito.

El cultivo agrícola del indio rompe toda lógica; es la maravilla de lo imposible; pues, sus parcelas en sesgo sobre los cerros, tienen una fina capa de material cultivable que ellos llaman tierra. Los surcos de los sembradíos, al igual que las tumbas de los cementerios, están tallados en la roca viva, donde tanto semilla como difuntos gozan de la protección del gélido y pétreo seno.

El espíritu del indio es el espíritu de la pesadumbre. Las fiestas de las serranías no alegra de modo alguno sus corazones; mas por el contrario, son recordatorios bulliciosos de su tristeza. La bebida espirituosa que corre a mares en sus festividades, es el alcohol potable en latas; que lejos de regocijarlos, les enardece el resentido espíritu, endurece la mirada y fomenta su carácter agresivo ¡El indio no ríe! ¿De qué tendría que sentirse alegre? ¿Es que habrá algo que entusiasme sus almas?

Y es allí que resalta la menuda figura de la mujer campesina; ataviada con la gruesa y áspera ropa confeccionada con el vellón de los auquénidos que ellas mismas pastan y cubriéndose con medias de lana de oveja las piernas de bronce, hasta más allá de las rodillas.

Se las ve algunas veces durante el día con los pies hundidos en los arroyuelos escarchados de hielo, donde el jaboncillo no es más que una porosa roca volcánica que esmerila la mugre asentada por meses en la descuidada piel.

El maquillaje de la india se lo brinda, de manera natural, la polvorienta ventisca de la pampa y, por encima de su ya oscura epidermis, el inclemente pincel del Astro Rey, deja entre grietas de absurdo bruñido, el característico tono bronce morado.

Perdido entre la paja brava y la yareta, los cactus y pajonales, los cerros áridos y montañas con corona de nieve eterna, la monotonía de la planicie y el silencio tétrico del paisaje, perdura con los siglos, la alegría de vivir del indio…

Y allí estaba yo, como decenas de veces lo había estado.

Descendí de la atemperada cabina y afuera me golpeó, súbitamente, la brisa gélida que bajaba sibilante desde las alturas de los picos albinos que protegían, como titánicos cancerberos, el pequeño poblado.

Revisé, bordeando el diámetro total del camión, llantas, muelles, carrocería y todo aquello que, más que por norma, se lo realiza como costumbre. Todo estaba en orden… Gracias a Dios, al menos esta noche, me evitaría la fatiga de solucionar algún problema mecánico y tendría la posibilidad de una descansada merienda y la satisfacción de beber algo caliente.

Dentro de la pensión, rudos y fieros colegas bastante manchados con la grasa y aceite de sus vehículos, disfrutaban de la cena entre carcajadas, bullicio y distensión. En el fondo del comedor, iluminado apenas por la camisa de una titilante lámpara de gas, reconocí la inconfundible figura de un amigo. Estaba solo y abstraído por los problemas que, una de las piezas de la suspensión de su camión, lo habían detenido allí por más de un día completo.

-Hola Raúl –le dije con tono amigable–, me enteré por los comentarios que tuviste un grave problema mecánico.

Sin contestar mi saludo, con una mueca de falsa sonrisa, pronunció su desgracia como si se tratara de la queja de un condenado.

-Rompí la hoja maestra; pero no hace mucho acabé de ensamblarla en el muelle. ¿Y tú, vas a Chile o estás regresando?

-Vengo de regreso de Arica con casi 30 toneladas de polietileno –contesté sin quitarle la mirada de los ojos cansados. Sus pupilas reflejaban que este trabajo de transportista, le agradaba menos de lo que me imaginaba.

Simplemente por alargar la charla, viendo que él no tenía deseos de hablar, le consulté:

-¿Cómo sucedió?, me refiero a la fractura de la hoja maestra por supuesto.

-Como sucede siempre, algo de apuro, algo de distracción, se atraviesa un hueco a nuestro paso y he aquí que me tienes varado en este estúpido lugar. –Y continuó– ¿Sabes?, este nuestro trabajo es una maldición, nuestro país es una maldición; pues en centenas de kilómetros a la redonda no se encuentra un taller de soldadura. Tuve que pedir ayuda a un colega nuestro para que me lleve a Patacamaya, donde hice soldar la hoja del muelle. En este trajín perdí muchísimas horas, incluido el armado que minutos atrás recién terminé. Lo peor de todo es que mi jefe me manda con el dinero contado. Pobre “cojudo”, en su vida ha manejado un camión. ¿Qué sabe de lo que nos sucede a nosotros en el camino? Lo único que le interesa es que el camión viaje y viaje. El cree que porque está hecho de fierro, va a aguantar no más.

Escuché en el respeto más absoluto que descargara su impotencia. Raúl era un hombre ya entrado en años, talvez se estaba haciendo demasiado viejo, lo noté cansado, con el hastío infinito que produce el hacer lo mismo, una y otra vez, jornada tras jornada, mes a mes, año tras año. La cadena insufrible del tiempo que nos engrilla al trabajo ingrato de la conducción de transporte de carga de larga distancia. Pero la vida es eso, el especializarse en algo y repetirlo hasta el cansancio, con la perfección que ofrece la experiencia y concluye el día en que nuestros cuerpos piden la jubilación.

-¿Te enteraste que Saúl, el que conduce el Mercedes Benz de color azul, tuvo un accidente? –me consultó de pronto, cambiando de rumbo la conversación de sus laminadas desventuras de muelles rotos.

¿Cómo podría olvidarme de Saúl? Un joven… casi un muchacho. Jovial, sereno y lleno de alegría. Se había hecho cargo del camión de su padre con la satisfacción de un niño, cuando recibe como regalo de cumpleaños un preciado juguete.

-No, no lo supe ¿Qué sucedió?

-Hizo añicos el tracto camión. Parece que se durmió y se salió del camino.

-¿Qué le pasó a él? –interrogué con algo de aprensión.

-Nada… Ese es como la hierba mala. No, no le pasó nada. Lo triste es que el camión no tiene arreglo. Lo gracioso del caso es que le echa la culpa a los frenos; dice que no le respondieron. Sin embargo, luego de rescatar lo que quedó de esa chatarra con motor, comprobaron los frenos y están en perfectas condiciones.

-Pobre de su padre… ¿Qué hará ahora? –más que preguntar a mi acompañante de mesa, lo dije para mi mismo–, era el único medio de ingresos económicos para su familia.

-No sé qué es peor –sentenció con impersonal acento–, si ser propietario de un camión y tener que confiarlo a un desgraciado chofer como nosotros, o ser simplemente un desgraciado chofer asalariado como los que estamos aquí reunidos. De todas maneras, llegado el momento, todos sufrimos los avatares del juego de la vida al que ya estoy acostumbrado y, del cual, hasta hoy escapé ileso. Más ya llegará la hora en que la brisa del destino, gire su veleta apuntándola en contra mía.

Guardé silencio para asimilar sus palabras. El hombre era un filósofo, además poeta. Un diamante en bruto; pero con la experiencia de una sabio que sólo la vejez puede hurtarle al demonio.

Raúl era ese tipo de personas muy difíciles de hallar en el trajinar de la existencia. Su faz cobriza jamás cambiaba de aspecto. Era la misma cara que tantos años atrás conocí. Nunca observé en ella, algún gesto particular que delatara de alguna manera sus verdaderos sentimientos. Él no tenía rostro; lo que llevaba era una careta tallada en el acero crudo, frío y excepcional de su difunta sensibilidad que, el agobiante transcurrir por este mundo, introdujo en los sepulcros de la más grande indiferencia. ¡Sí, el hombre había vivido demasiado!

-Hasta la vista y que Dios te acompañe. Voy a descansar temprano; porque mañana pienso continuar mi viaje a Cochabamba de madrugada. Estoy preocupado, la carga que llevo, ya tiene mucho retraso. Cuídate… –se despidió gentilmente de mí, abandonando el lugar a paso cansino.

-Ve y descansa; mañana será otro día y, por favor, ten paciencia –le aconsejé sinceramente–. Piensa que la desesperación no ahorrará el tiempo que necesita cada cosa.

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