miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO VI

- CENANDO TEMPRANO –

Con la venia del Divino llegué a Caracollo sin novedad alguna. Necesitaba abastecerme de combustible, pues la aguja del indicador pisaba ya la marca roja. Aparqué el camión junto a la bomba del surtidor, al tiempo que el encargado salía a brindarme atención.

-Hola Jefe –saludó con extraña jovialidad–; ¿le lleno los tanques?

-No, sólo la mitad, trescientos litros a lo sumo si me haces el favor.

El contador de la bomba giraba los números en desesperante cámara lenta. Esto iba a durar una eternidad… Para distraerme observaba el raudo circular de los vehículos que, imprudentes, parecían no darse cuenta que estaban en una zona urbana.

Al final el encargado del surtidor me avisó que ya había cargado la cantidad de litros que le había solicitado. Cancelé el importe y me dirigí al estacionamiento de la pensión donde acostumbraba detenerme regularmente. Estacioné el camión con el frente mirando a la pared del restaurante; mientras a la par, un autobús lujoso lo hacía al lado mío. Apagué el vehículo y eché una ojeada al conductor del bus quien, también, me miraba con el desprecio con que se mira lo indeseable. En estas pensiones generalmente la comida es entre pésima y peor; los comensales que allí frecuentan, no son muy agradables que digamos; los cubiertos siempre tienen rastros de comida que dejó algún cliente anterior; los mozos son tan sucios como cargadores y si hay alguna mesera, generalmente es más fea que domingo sin plata. Pero no todo tiene que ser necesariamente malo; gracias a la divina providencia, lo positivo es que los “floteros” tienen sus propios ambientes donde se jactan, vanidosos, sobre lo excelentes conductores que son. Tienen sus reservados donde comen, beben y se emborrachan gratis; porque el “flotero”, a cambio de detenerse allí, no paga un centavo por lo que consume… ¡Sí!, no todo es negativo en este mundo.

Sentado en una destartalada silla, tan ordinaria como herramienta china, esperé pacientemente que me trajeran la sopa con algún dígito pulgar negro de mugre incluido. El caldo, más que caldo, era agua amarillenta con algunos ojos de aceite y una hierba extraña flotando en su superficie. El segundo no era mejor: guiso de carne dura como suela que dejaría sin filo el cuchillo y romos los dientes, acompañado con arroz tipo masa, cuyo aroma con gusto a humo, hablaba del olvido de la cocinera. Como esta genial gastronomía no incluía postre, compré unas galletas y una botella de gaseosa para distraer el hambre con que me dejó la cena.

Mientras intentaba romper el envoltorio de las galletas con mis llaves, puesto que el cuchillo ya no servía, alguien tocó mi espalda.

-Hola Choquito, ¿ya supiste? –el saludo y el inmediato cuestionamiento lo lanzó un colega, cuyo nombre, jamás tenía yo la capacidad de retener en la memoria.

-¡Hooola! –Prolongué la primera vocal, en el intento de evitar el tener que pronunciar el nombre que, mi cerebro, se negaba recordar–. ¿Qué es lo que sucedió?

-Pasando Lequepalca, un camión se accidentó estrellándose contra la peña. Dicen que sucedió alrededor del medio día de hoy y que el chofer falleció.


-Qué lástima… ¿Sabes quién es el que conducía el camión? –pregunté con infinita pena.

-No, no pude reconocer el vehículo, se halla totalmente destrozado. Con decirte que hay tal revoltijo de hierros, que ni siquiera se distingue el color de la cabina; pero es un trailer con placa de Cochabamba. Dicen que el chofer se durmió.

-El apuro es mal consejero –sentencié–, es preferible perder algo de tiempo y descansar; porque ninguna urgencia puede valer tanto como para sacrificar máquina, espíritu y vida.

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