miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO VII

- EL LUGAR DEL ACCIDENTE –

Continué mi viaje para llegar al retén policial de Kaywasi. Ni bien detuve el camión delante la tranca, una nube zumbadora de aduaneros rodeó la cabina.

-¿Qué está llevando? –preguntó ansioso uno de los buitres.

-Polietileno –respondí con desgana–; si me deja bajar, le mostraré los papeles.

Descendí de la cabina y alcancé a uno de ellos la documentación de la carga y me dirigí ante la ventanilla de tránsito.

-Buenas tardes conductor –saludó el uniformado con mucha cortesía.

-Buenas tardes oficial.

-Ruego a usted tener mucha prudencia, por que pasando la población de Lequepalca, aproximadamente a dos kilómetros, encontrará usted sobre la carretera un camión accidentado.

-Gracias oficial; ya me enteré del hecho a través de un colega.

El policía selló los tickets de los peajes y me deseó mucha suerte. Mientras al lado, en la oficina de la aduana, los funcionarios olfateaban los papeles, cual lo hicieran desesperadas las aves de rapiña, metiéndose en las narices el aroma olisqueado de algún cadáver animal que se encontraron en la pampa.

-Todo en orden, puede usted continuar –autorizó uno de los funcionarios con la paradita pedante y vanidosa de un gato siamés en casa de familia rica.

Crucé la tranca del retén y continué viaje. Algunos kilómetros después llegué a la población de Lequepalca, donde se alza la blanca silueta de una antigua iglesia; metros más allá, a los lados de la vía, varios camiones estacionados hacían un alto para ser revisados por sus conductores. Quise imitarlos, más preferí continuar mi viaje por la carretera que, a partir de allí, se hacía cada vez más serpenteante, con la temeridad que pusieron los ingenieros en el diseño de curvas y contra curvas tan cerradas, como si lo hubieran trazado en los planos, con la única ayuda de un compás o una regla circular.

Dos kilómetros más adelante pude ver el camión siniestrado. En el cañadón, rodeado del silencio de montañas, yacía tétrico y en espeluznante estado, el amasijo de restos póstumos del vehículo que ocupaba una buena parte del carril que se encontraba a mi izquierda. Más de pronto se me congeló la sangre en las venas; en la compuerta trasera del trailer, reconocí la estampada figura de un halcón tan conocido por mí… era el camión de mi apurado amigo Raúl.

Tuvo que haberse quedado dormido. Pues, en lugar de virar la curva a la derecha como delineaba la franja asfáltica de la vía, prosiguió derecho, estrellándose contra la peña. La cabina se hallaba completamente aplastada bajo el enorme tonelaje de la carga. Raúl debió de fallecer instantáneamente.

En tanto que observaba perplejo los arrinconados y retorcidos despojos comprendí, negándome a creerlo, que Raúl había logrado el cometido de adelantarse a todos sus colegas, en el último y definitivo viaje a los divinos confines de las sombras.

Retumbó en mi cabeza, como eco lejano de plañidera campana, las palabras pronunciadas noche antes por Raúl en la pensión de doña Primitiva.

-¡Sí, amigo Raúl…! La brisa del destino giró su veleta, apuntándola esta vez, en contra tuya…

En lo alto del infinito cielo, por encima mi cabeza, la esfera del satélite lunar arrastraba consigo, la negra y acostumbrada mortaja de la noche; iluminando con sus rayos de plata, en respetuosa y postrer ofrenda, el irregular tablado del sombrío páramo. No pasaría mucho tiempo para ser sembrada una recordatoria cruz en la vera del impávido pavimento.

Las luces del titánico trailer de Raúl, ya no iluminarían más la oscuridad del camino…


FIN

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