miércoles, 24 de septiembre de 2008

CAPÍTULO III

- EL INFORTUNIO DEL “JOSICHO” -

En la comodidad de mi camarote disfrutaba de un plácido descanso cuando, de pronto, escuché el sonido de un motor que calentaba sus entrañas mecánicas de émbolos, válvulas y aceite.

Consulté mi reloj de pulsera; eran aproximadamente las 03:00 de la mañana. Algún chofer con insomnio se preparaba para partir de viaje. Escuché la voz inconfundible de mi amigo Raúl.

Parece que el hombre, realmente quería recuperar el tiempo perdido; durmió muy poco… demasiado poco diría yo… Minutos después, el silencio lo envolvió todo y caí nuevamente dormido.

Al amanecer del nuevo día, una lluvia dorada de rayos que se colaban a través del parabrisas, golpearon mis párpados hiriendo la sensibilidad de mis ojos. Era hora de levantarse, servirse un desayuno –marraqueta, café, más nada… ¡Qué tontería de merienda!– y proseguir el viaje a través del altiplano orureño para concluirlo, como meta final, en el valle cochabambino.

Ya despabilado y fuera de la cabina, me desperecé con la flojera de un león. La brillantez matutina se reflejaba radiosa en las alturas sobre los espejos de nieve piramidal de las montañas. Hombre, llama y lagarto calentaban sus frías espaldas ante la circunferencia áurica del astro Rey.

Los cactus cercanos de abrigos verdes y amenazantes púas que se erguían en las faldas de los cerros, en oblicuas líneas, desenrollaban sus sombras finas y longitudinales encima el huerto de pajonales y yareta de la reseca planicie.

Dentro de la pensión, doña Primitiva, madrugadora como ella sola, tenía preparado el desayuno. Aunque había mesas desocupadas, preferí sentarme junto a un joven que, en ese momento, sorbía el café de una vieja taza.

Era un hombre de no más de 21 años. Su ropa estaba completamente llena de barro todavía húmedo y, en las zapatillas, se adivinaba que el hombre estuvo caminando en la arena.

¡Buenos días! –dije a la par, tanto al joven como a doña Primitiva que, en esos precisos instantes, me traía pan y una humeante taza de café, tan ralo, como las aguas de un charco.

-Buenoj díaj… ¿Usted conduce el “pachajcho” blanco con acoplado que está estacionado afuera? –consultó mi compañero de mesa con inconfundible acento oriental, en quien la fatiga era tan patente, que a leguas se notaba que no había pegado un ojo en toda la noche.

-¡Si! –contesté con algo de desconfianza–, soy el conductor del camión que mencionas.

-Tengo suerte de perro… hace trej nochej, pasando El Sillar, un hijo de su santa madre, ¡”Flotero” tenía que ser!, me cerró el paso en una curva y tuve que desviarme a la cuneta para evitar el impacto. ¿Qué cree pariente? Abollé todo el lado derecho del camión; desde la cabina hasta el trailer. Y ayer, a media tarde, enterré mi camión hasta el chasij, en ese río infernal.

En ese instante me di cuenta que se trataba del camión que la noche pasada mencionó la propietaria de la pensión. Comprendí perfectamente su ira contra el conductor del bus que lo había sacado de la vía. Cuánto sabré de los “floteros”. Esa estirpe de conductores que tiene en sus irresponsables espaldas, la vida de decenas de pasajeros; pues, ellos suponen que andan solitarios en la ruta como sus aisladas almas. ¡Claro que los conocía! En la existencia del camino me crucé con muchos malos y casi ningún bueno. El “flotero”, enemigo natural del camionero; como el “micrero” del taxista, como el perro del gato, como la suegra del yerno. “Flotero” y camionero: la definitiva antítesis; el ejemplo latente de la negación absoluta de la simbiosis humana.

-En verdad lo lamento –consolé al camba–, Playa Ancha es un río muy difícil de domar; especialmente por aquellos choferes que conocen muy poco de este camino; pero al final, ¿lograste salir del río?

-No puej pariente, allí mismingo sigue enterrao. Trabajé toda la noche y solo conseguí que se hundiera máj adentro en el agua y la arena… Sin embargo descargué, con ayuda de loj del lugar, casi el 70% de la carga y vine acá para ver quién puede arrastrar mi camión y sacarlo de allí puej. Y máj o menoj a las 03:00 de la mañana pasó un camión. No llevaba cable para que estire mi carro. No sé cómo lo hizo; pero logró pasar por un lado de mi camión. Se lo veía apurao al collinga.

El chofer que mencionaba el joven, tenía que haber sido necesariamente mi amigo Raúl.

-Entonces, seguramente, has tenido que desviarte bastante de la huella; porque de otra manera, el camión que salió esta madrugada no hubiera podido pasar.

-Pa’ su verdá que no conozco por donde se atraviesa el río –declaró abatido el camba.

-No te preocupes, terminemos nuestro desayuno y veremos si puedo prestarte alguna ayuda –tranquilicé al “acruceñado” hablante.

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